Un extracto de: LAS PROMESAS SE CUMPLEN

Copyright © SARAH MCCARTY, 2004

Todos los derechos reservados, Ellora's Cave Publishing, Inc.

“No voy a lastimarla, señorita Kincaid”.

Desconcertada, sólo pudo preguntar el por qué.

Los dedos que estaban en su nuca se abrieron paso a través del caos de su rodete y masajearon su cuero cabelludo en pequeños círculos. “Porque no es mi forma de hacer las cosas”.

Dos invisibles cayeron al piso con pequeños sonidos metálicos de protesta. Mara cerró los ojos contra las ganas de derretirse en la primera demostración de amabilidad que había recibido en mucho, mucho tiempo. “Según mi experiencia, hombres y mujeres definen lastimar de una forma diferente”.

“No basaría las opiniones de toda una vida en los últimos meses si fuera usted”.

Probablemente, era un efecto que causaba la forma en que su pecho le amortiguaba la voz, pero, de alguna forma, su tono sonó más amable y gentil que lo que ella recordaba de sus encuentros previos. Trató de jalar resistiéndose, pero él no lo permitiría, y ese hecho alimentó su furia más que si le hubieran dado un bofetón. “Bueno, yo no soy usted, y hasta que lo hayan drogado, desgarrado con la lujuria de un hombre y luego aislado por esa razón, no tiene derecho a pensar nada”.

¿Fue su imaginación o el hombre hizo una mueca de dolor?

“Lamento lo que le pasó”.

Ella también lo lamentaba, pero eso no cambiaba nada. “Déjeme ir, señor McKinnely”.

“No puedo hacerlo”.

“Sí puede. Todo lo que tiene que hacer es dejar caer las manos a los costados y dejarlas ahí”.

Él respondió a su ocurrencia con una risa que le subió de lo profundo. “Si hago eso”, señaló con una voz razonable, “usted se caerá”.

Tenía razón. Debido a su belicosidad, su cuerpo estaba descansando contra el de Cougar como si fuera su único apoyo en un mundo desquiciado. El calor le inundó el rostro y se alejó de un empujón. Escondió la cabeza con la esperanza de que el cabello ocultara su vergüenza.

Fue una esperanza inútil.

Cougar se rió entre dientes y la tranquilizó poniéndole una mano en el hombro. “El Doc volvió a su casa”, dijo él. “Tendremos que llevarla allí”.

Ella se enderezó lentamente y, con un gesto de los dedos, rechazó la mano de Cougar. “Usted puede ir adonde le plazca”, le contestó bruscamente. “Yo me quedo aquí”.

“Usted se va conmigo”. Cougar le deslizó las manos alrededor del cuerpo y la levantó.

La facilidad con la que esquivó sus deseos le enervó los nervios. La suavidad con la que lo logró era aún más mortificante. Ella no lo entendía, ni quería hacerlo. Simplemente, quería que se fuera. Envolvió sus dedos en el vello del pecho de Cougar, que se asomaba entre los botones que pendían de su camisa, y los retorció viciosamente, deseando lastimarlo en la forma en que él la lastimaba con su informal arrogancia. “Bájeme, pedazo de, de…”

“¿Bastardo?”, la ayudó él levantando una ceja. “¿Hijo de puta?”.

“Sí”. Mara retorció el vello con más fuerza. Sabía que tenía que dolerle, pero él no daba ninguna señal, a menos que una sonrisa cada vez más amplia pudiera considerarse como tal. Ella se inclinó hacia adelante y le mordió el firme músculo del pecho. A ver si la ignoraba ahora.

Él profirió insultos y dejó de moverse. Mara mordió con más fuerza, preparando su cuerpo para el golpe que le atestarían.

Dos dedos le rodearon la cara para luego aplicar fuerza en su quijada. Llegó un punto en que tuvo que admitir que él tenía más fuerza, y separó los dientes. El cuerpo que estaba debajo del suyo se puso tenso, con los músculos trabados. Mara podía sentir que él la miraba fijo cuando la tomó del rostro y lo inclinó hacia arriba. No pudo soportar la tensión ni un segundo más y abrió los ojos finalmente. Para su sorpresa, el hombre no estaba levantado la mano para asestarle un golpe.

Buscó resquicios de furia en el rostro oscuro y no los encontró. Solamente había una pena extraña y algo más. Algo tan repugnante, que quiso matarlo.

“No”, dijo ella entre dientes. “¡No se atreva a tenerme lástima!”.

Cougar se sacó el pañuelo del cuello con la mano derecha y le limpió la sangre que tenía en la boca.

“¿Por qué no?”, le preguntó, y luego se llevó el pañuelo al pecho, donde frotó con mucho menos suavidad. “No existe nada más patético que atacar a alguien está tratando de ayudar”.

“No quiero su ayuda”, gruñó ella.

“Bueno, éso no viene al caso, ya que a mí me enseñaron desde pequeño que un hombre no abandona a una dama en dificultades”.

“Yo no soy una dama, y tampoco estoy en dificultades”.

“Ajá”.

Estuvo tentada de señalarle que las únicas dificultades que tenía las había causado él, pero, aparentemente, ya se le había pasado el breve ataque de locura. No le convenía hacerlo rabiar mientras la tenía en sus brazos. El hombre era un barril de dinamita; lo notaba por la energía que pulsaba por debajo de su piel. No podía darse cuenta de qué podría encenderlo, y un enemigo desconocido era peligroso. Se esforzó por quitarle la furia a su tono.

“Señor McKinnely, agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí, pero ya estoy bien ahora, realmente. Si me baja, seguiré mi camino”.

Si no se equivocaba, la mirada que él le lanzó era de reproche.

“La bajaré tan pronto como el Doc diga que puedo hacerlo. Fue un terrible cañonazo el que recibió”. Le pasó los ojos a lo largo del cuerpo. “Y usted no ocupa mucho espacio”.

¿Mucho espacio? ¿Adónde demonios pensaba… extenderla? Levantó la barbilla, puso la expresión más desagradable que tenía y afirmó con tono implacablemente frío, “Le aseguro, señor McKinnely, que estoy perfectamente bien. Estaré moreteada, como máximo”.

A Cougar, el músculo del costado de la quijada se le puso tenso de repente. “Dejaremos que a eso lo decida el Doc".

“¿De dónde saca eso de que lo “dejaremos”? Sólo yo sé cómo me siento”.

Él hizo caso omiso. Echó un vistazo hacia afuera de la ventana mientras la recogía en sus brazos. “No debería haber pasado en absoluto”.

“Por fin coincidimos en algo. Ahora, si pudiera buscar la forma de ser razonable…”. Le empujó el pecho tímidamente, pero no pasó nada.

“Siempre soy razonable”, replicó él cambiando el peso de la mujer de brazo.

Esa cuestión era discutible. Mara respiró para calmarse. Podía ver que él estaba siendo muy cuidadoso para no zarandearla más de lo necesario. Aún así, le dolía. Apenas respiró con dificultad, él ya estaba prestándole toda su atención y disculpándose, pero ella no quería nada de eso.

“Señor McKinnely, puedo ver que es todo un caballero. Le agradezco que haya intervenido y acabado con el insulto de aquel vaquero”.

“Ser zalamera conmigo no la llevará a ningún lado”.

“¿Perdón?”.

“Realmente le agrada esa expresión, ¿no?”. Cougar tomó el mantón negro que colgaba del perchero y lo extendió sobre ella, antes de continuar, “No la bajaré hasta que el Doc diga que está bien. Y déjese eso puesto”.

Mara tironeó repetidamente para sacárselo. “Afuera hace calor suficiente como para freír huevos”.

“Podría estar en shock”.

“Por última vez, señor McKinnely: estoy perfectamente bien”.

Él enganchó el borde del mantón con los dedos para detener sus volteretas. “No me voy a arriesgar”.

“Nadie le pide que lo haga”.

“Le hice una promesa, señorita Kincaid, y tengo la intención de cumplirla”.

¿Todo este lío se debía a una promesa que ella ni siquiera recordaba? ¡Que Dios la ayude! “¿Qué promesa?”.

Él hizo una pausa para estirarse y alcanzar la puerta. Así de cerca, Mara pudo ver las arrugas que salían de sus ojos sobre el agudo plano de sus pómulos. Su ascendencia india se hacía evidente en el color oscuro de su piel y en el brillo negro azulado de su largo cabello, que caía a los costados de su rostro formando una cortina espesa, enmarcando sus duras facciones. Ella siguió la caída del cabello, desde la amplia frente hasta el borde agudo de los pómulos, bajando desde las llanuras de las mejillas hacia los labios gruesos, puramente masculinos. Justo allí hizo una pausa, porque le llamó la atención la forma en que las comisuras de la boca se le levantaban apenas, como anticipando una sonrisa. No concordaba para nada con lo que había oído de él. Ni con lo que su miedo decía de él. Tampoco con lo que sabía de él. Éste era un hombre muy, pero muy peligroso.

Ella le miró la boca otra vez, y luego volvió a los ojos. En especial, a las líneas que, sabía en su interior, habían causado la risa y no largas horas en el sol. Así, ajustó la valoración que había hecho de él. Cougar McKinnely era un hombre muy peligroso pero, aparentemente, también era un hombre peligroso al que le gustaba reír.

Él hundió la cabeza hasta tocar nariz con nariz, para que ella volviera a poner su atención en el presente. Mara se forzó a sí misma para sostener la intensidad de la mirada masculina mientras pronunciaba con la máxima sinceridad algo imposible de creer.

“Le prometí que todo saldría bien de aquí en adelante”.

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